Me di cuenta sentado en un local de comida china en que el dueño tocaba uno de estos instrumentos de cuerda única con su arco.
Después de tres años estudiando chino, hoy por segunda vez en mi vida también me atreví a hablarlo con el dueño chino de un restaurant (es algo que me da un poco de vergüenza y antes de hacerlo me tomó unos 20 segundos cambiar el switch y ponerme a nadar en el mundo de los caracteres y acentos difíciles). Me felicitó cinco veces por lo bien que lo hablaba, cuando en realidad lo hice lento y torpe. Qué decir de entender lo que me decía, que sólo lo logré por suerte y por un par de palabras bien identificadas y a veces repetidas.
La novela pasada alcanzó a tener el no tan mal nombre de "la moneda de diez pesos", con una temática infantil de contar la vida de personajes muy distintos entre sí, únicamente vinculados por el vuelto de alguna cuenta en que una moneda de diez pesos cambiaba de dueño.
Alcanzó a tener 20 ó 30 páginas, pero nunca supe cómo terminar.
Es que nunca he sabido cómo terminar.
Esta noche me senté a escribir partes. Cada una con reflexiones personales de los últimos meses y escritas en primera persona, que es como mejor me siento (y cualquiera que no tiene el talento para escribir sobre personajes entrañables en tercera persona).
Según yo, tengo la necesidad de escribir. Y había encontrado por fin el mensaje único para la novela, con historias entretenidas como apoyo.
Después de cuatro páginas escritas, me siento tan desahogado como perdido.
Las partes parecen un archipiélago, pero un archipiélago es más un concepto único que esas líneas culiás desordenadas.
Me voy a la cama con sueño de escribir una novela.